martes, 12 de agosto de 2008

La mar despierta de su ciega noche apagada, tan silenciosa, esperando a la mañana mientras penetra por los recodos de la roca, revelando recovecos trepanadores del profundo espesor de la piel viva que ahora devoran los aledaños de la piedra golpeada, sangrada. Un ave certera como lanza afilada traspasa el velo del agua azulada, arrojando un manojo de brillantes estelas cristalinas sobre la suave brisa de la mañana. La fina arena abatida por las vicisitudes de la marea se antoja entristecida, ya que apenas alcanza el color para adentrarse en la mirada y las luces del sol no llegan a alcanzar la orilla. Todo está ensombrecido por una espesura de gruesas copas de pinos que sobrevuelan los pasillos de tierra mojada por el capricho de la aurora, como un suspiro frente a la tormenta que muchos años más atrás arrancaba incompasiva los presuntuosos volúmenes de la playa. Petrificado por ese momento y aturdido por semejante ensoñación, anduve largo tiempo repasando cada matiz de cada uno de los sibilinos sentimientos que de pronto me asaltaron y que, escondidos por el viento, serpenteantes y arremolinados en la misma madre de mis adentros se escabullían perezosos en cuanto que no veían las luces del entendimiento.

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